Me persiguió con la mirada durante todo el rato que intenté decidirme por una camisa en la tienda del Centro Comercial. Miraba a través de la vidriera, mientras adentro yo intentaba, en vano, que el vendedor me atendiera con simpatía. Cuando salí, me siguió a poca distancia. Cada vez que intentaba propiciar un acercamiento, él se distanciaba, buscando con ojos llenos de angustia la posibilidad de un lugar discreto donde abordarme. Yo, paranoico, pensaba que el baño o las solitarias escaleras, eran un lugar más peligroso que discreto.
Caminé hasta el final del pasillo y él continuaba siguiéndome a distancia cada vez menor, hasta que entré a una tienda de electrónicos para preguntar por una computadora en exhibición. Entonces, lo escuché. Su voz desafectada y recia contestaba algunas de las preguntas que yo hacia al vendedor, e intervenía con prudencia en la conversación. Salí de la tienda, esperé algunos segundos en el pasillo y lo vi acercarse directamente a mí, con sonrisa nerviosa y mano extendida. Me estrechó la mano al tiempo que comentaba lo interesante que yo le parecía. Me reí diciéndole que a mi edad, ser interesante era un recurso que escondía la vejez. Muy serio me respondió que a él le gustaban los hombres mayores, que para carajitos, él.
Lo invité a tomar un café que él aceptó con reticencia, aclarando que en ese centro comercial podían verlo sus amigos y eso no le convenía. Debo haber puesto cara de sorprendido, porque de inmediato corrigió diciendo que al final siempre podía decir que yo era su padrino o su tío. Hablamos por un buen rato, con insinuaciones de todo tipo y nos despedimos después de intercambiar teléfonos y promesas de futuros encuentros.
Ya en el carro, pensé en la particularidad de ese encuentro en el que no hubo chats ni pantallas. Me gustó pensar que aun existe la posibilidad de hablar con gente que tiene cara, nombre y no está detrás de una cámara. No se bien por qué, pero me sentí humano, otra vez.
Caminé hasta el final del pasillo y él continuaba siguiéndome a distancia cada vez menor, hasta que entré a una tienda de electrónicos para preguntar por una computadora en exhibición. Entonces, lo escuché. Su voz desafectada y recia contestaba algunas de las preguntas que yo hacia al vendedor, e intervenía con prudencia en la conversación. Salí de la tienda, esperé algunos segundos en el pasillo y lo vi acercarse directamente a mí, con sonrisa nerviosa y mano extendida. Me estrechó la mano al tiempo que comentaba lo interesante que yo le parecía. Me reí diciéndole que a mi edad, ser interesante era un recurso que escondía la vejez. Muy serio me respondió que a él le gustaban los hombres mayores, que para carajitos, él.
Lo invité a tomar un café que él aceptó con reticencia, aclarando que en ese centro comercial podían verlo sus amigos y eso no le convenía. Debo haber puesto cara de sorprendido, porque de inmediato corrigió diciendo que al final siempre podía decir que yo era su padrino o su tío. Hablamos por un buen rato, con insinuaciones de todo tipo y nos despedimos después de intercambiar teléfonos y promesas de futuros encuentros.
Ya en el carro, pensé en la particularidad de ese encuentro en el que no hubo chats ni pantallas. Me gustó pensar que aun existe la posibilidad de hablar con gente que tiene cara, nombre y no está detrás de una cámara. No se bien por qué, pero me sentí humano, otra vez.