miércoles, 22 de julio de 2009

¿Quièn nos quita lo bailao...?







Tengo 45 años. A veces me sorprendo pensando que la vida ha pasado rápido y que dentro de poco llegaré al medio cupón. Medio siglo de haberla vivido en grande, con todo lo que eso implica y significa. Medio siglo acumulando tiempo en mis documentos, cambiados tantas veces que ya no reconozco al señor canoso de la fotografía. Empecé a pintar canas antes de cumplir treinta, supongo que por un asunto genético, no se si mi padre tuvo el cabello de color distinto al blanco. Mis canas, además, poblaron mi pecho hace tanto, que no recuerdo en que momento tuve allí un césped oscuro; aun así, asumo cada año que llega y lo celebro con gusto.
Cuando tenía dieciocho, me preguntaba como sería mi vida sexual a esta edad, sobre todo si seguiría masturbándome como lo hacía entonces. Ahora me río de esa preocupación: Sigo haciéndolo diariamente y sin más estimulantes que mi interminable fantasía; además, puedo echar dos o tres el mismo día, si tengo el debido descanso entre polvos. Todo eso, no obstante, parece no importarle al mundo hedonista en que vivimos. Pertenezco a una especie a la que se accede gracias a contraseñas de difícil configuración. Los hombres de mi edad somos una curiosidad por la que se siente el mismo interés que por animales de colección. Somos una especie que se agrupa bajo un rótulo y levanta a los que se sienten atraídos por ese rótulo. Somos “los maduros” y, si para remate, somos peludos y exhibimos barriguita, nos convertimos en “osos”. Ambas etiquetas las aborrezco. Prefiero ser un hombre disponible en un mundo de hombres disponibles. Total, con un poco de suerte, todos los que hoy piensan que deberíamos estar durmiendo solos, algún día serán tan viejos como nosotros.

sábado, 18 de julio de 2009

Sorpresas te da la vida...






Conocí a Jhony hace poco más de un año. Él estaba caminando por el centro, lo vi pasar y lo invité a dar un paseo. Aceptó y se montó en mi auto sin remilgos. Muy poco después me estaba preguntando si me gustaba “llevármelo a la boca” y aclarándome que eso era lo único que se dejaba hacer. Lo invité a mi casa, a pesar de mis aprehensiones. Entró, se tiró en la cama, abrió el pantalón y sacó un guevo grueso y muy parado. De una vez lo metí en mi boca. Acabó rápido, se subió el pantalón, pidió mi número de teléfono y se fue sin mayores explicaciones.
Pensé que no iba a volver a verlo nunca más y lo incluí en la categoría de polvos tristones; pero me llamó un par de semanas más tarde. Le dije que viniera. Aunque no era buen amante, está tan bueno que merecía otra oportunidad. Esta vez fue un poco mejor. Se desnudó por completo, dejándome disfrutar la visión de un cuerpo en el que nada sobra y nada falta, incluyendo un par de piernas de concurso y unas nalguitas absolutamente ricas. Pero la escena se repitió más o menos igual: Yo mamo, el acaba, se viste y se va. Aun así, acepté verlo regularmente pues cada vez me parecía más desinhibido y más colaborador. Un domingo en la mañana llegó sin avisar, se desvistió al entrar y se metió en mi cama para una larga sesión en la que me abrazaba, me acariciaba y disfrutaba como nunca mis incursiones por “allá abajo”. De pronto, empezó a restregar su guevo en mi pecho, mientras ponía sus apetitosas nalgas entre mis labios. Tímidamente metí la punta de mi lengua en ese culo perfecto y el relinchó de placer, permitiéndome comer de ese culito por muy buen rato, mientras me daba una de las mejores pajas de mi vida, luego metió su guevo en donde había estado su culito y acabó con gran reguero. Como siempre, se vistió rápidamente y se fue. Unos minutos más tarde un mensaje de texto me indicaba que esa sería su última visita. Que eso no podía volver a suceder. Sabia que era apenas el comienzo de algo mayor y tuve paciencia.
Un mes después me llamó con la mayor naturalidad y empezamos a vernos con más y mayor placer cada vez. Sus pajas mejoraban y además de lamer su culito con más apetito, también disfrutaba de intensas cogidas. Ayer, sin embargo, sucedió lo que ambos esperábamos desde hace tiempo. Yo llevaba un buen rato mamando, cuando él me pregunto por un condón; se lo pasé pensando que quería meterme su pedazote de carne. Pero Jhony estaba poniendo el condón en mi guevo y regalándome su delicioso culo virgen. Dale suavecito, que nunca me lo han hecho, me dijo.
Empecé a prepararlo para su primera embestida mientras mi guevo casi reventaba del deseo de comer su bien guardada virginidad de hombre. Le puse un poco de lubricante, subí sus piernas sobre mis hombros y empecé, poco a poco, a abrirme camino en su hombría. Jhony se quejaba de dolor pero me pedía que siguiera; yo entraba un poco y le daba tiempo para acostumbrarse a mi guevo que cada vez entraba más, suave pero firmemente. Jhony decía que le gustaba, y por instinto, comenzó a moverse con ritmo pausado mientras yo sentía que mi guevo iba a quebrarse dentro de él. Entonces, él comenzó a pajearse rico, mientras yo bombeaba con regular intensidad su culito. De pronto, empujando con fuerza mi guevo dentro de él, solté chorros enloquecidos de semen, mientras el se bañaba en su propia leche.
Lo saqué con cuidado, me quité el condón y entonces Jhony vino hasta mí y por primera vez me besó. Juntos nos dimos una ducha, se vistió, fumó un cigarrillo y se fue. Su sonrisa me dijo que se había quitado un peso de encima.

jueves, 16 de julio de 2009

Otra vez...¡el tamaño!






Acabo de llegar a mi casa después de pasarme un rato hablando de hombres con amigos muy queridos. Tal parece que al juntarse cuatro homosexuales, en plan frívolo, echan mano del recurso inevitable: Los hombres. En eso, francamente nos diferenciamos poco de las mujeres. Lógicamente, la conversación llego al aspecto más importante de un hombre: El pene, un tema que siempre da mucho de sí.
Todos estuvimos de acuerdo en que los guevos torcidos, esos que tienen una curvatura que empieza en la mitad del tallo, son un poco incómodos y difíciles de manejar. También en que por estas latitudes, seguimos prefiriendo los que no han sido circuncidados, se adornan con tupidas vellosidades y exhiben dimensiones serias. Sin duda, la cosa es todo un tema: Nos guste admitirlo, o no; el tamaño es importante. Hubo consenso acerca de lo mucho que nos gusta un aparato grande y en perfecto funcionamiento. Pero, no demasiado grande, no demasiado grueso. Cosas de gays pasivos que tenemos que vérnosla difícil, cuando nos toca meternos los escasos artefactos realmente grandes que nos hemos encontrado en la vida. Todos nos inclinamos a favorecer la teoría según la cual un hombre bien dotado empieza a serlo cuando pasa de los 18 cms. de carne más o menos gruesa, aunque a esta ultima medida nadie logra ponerle números. Uno de los amigos dijo que si le cabe cómodamente en la boca, le cabe cómodamente en el culo. Por lo que a mi respecta, me confieso un penemaniaco total. Me gusta encontrarme un buen guevo cuando abro la cremallera del otro. Y quiero dejar muy claro que un buen guevo, en mis términos, significa más de 18 cms. y cierta dificultad para meterlo en la boca. Para que entre en otro orificio, he desarrollado mis mañas.

lunes, 13 de julio de 2009

Pelo en pecho








Uno de mis panitas ha cometido un gran error: Ha cortado completamente la frondosa mata de pelos que adornaba su delicioso pene. Ayer apareció por mi casa, dispuesto a matar sus ganas (y las mías, que estaban alborotadas) y me di cuenta del drástico cambio. Edmundo está buenísimo, eso compensa cierta falta de creatividad y una indecisión que no me molesta porque lo quiero para lo que es y más nada. Pero lo quiero peludito. Lo quiero agreste como era cuando lo conocí, con todos los pelos en su santo lugar. Haberlo descubierto tan afeitado en nuestro encuentro de ayer me produjo una pequeña decepción.
Edmundo es pintor de casas; tiene el cuerpazo divino de quien nunca se ha enfrentado a un par de mancuernas ni a una barra paralela. Piernas gruesas y duras, pecho amplio y peludo, nalgas apretaditas, cara de muchacho desvalido, ojos enormes y un aparato grueso y juguetón que me ha dado muchas horas de placer. Pero lo que me gustaba más de él ya no existe: un pubis repleto de vellos negros a los que él jamás prestó atención alguna. Algunas veces, esa pelambre almacenaba su rico olor a hombre trabajador; algunas otras, servía para recordarme que estaba en la cama con un hombre de verdad, que no perdía el tiempo en muñequearse.
Realmente lamenté la ocurrencia de Edmundo, tanto como lamento con frecuencia que los tiempos en que el hombre era un animal de pelo en pecho parecen haber desaparecido para siempre. No me gusta la ausencia de vellos; me he resignado ante el riesgo de sepultar mi vida sexual, pero insisto en desear que mis hombres sean peludos. Después de todo, el vello corporal es asunto de machos, y a mí, sin duda alguna, me encantan los machos…

sábado, 4 de julio de 2009

Hombres al volante



Tenemos que admitir que es una fantasía recurrente: El taxista buenazo que se deja seducir o que nos seduce con toda la picardía criolla de los hombres que andan en la calle todo el día y, más o menos, lo han visto todo.
Yo no tengo problemas en confesar que son mi blanco preferido. Tomo taxis que no necesito con el único objetivo de arrastrarme al chofer, y tengo mis trucos. Veamos:
Lo primero, por supuesto, es sentarse adelante. El asiento de atrás es para gente que quiere poner distancia. Obviamente, ese no es el caso, así que pongámonos “a tiro” y saludemos con simpatía y un poco de pluma. Nada de llamar “compadre” al taxista. Tiren la red, no pierdan un segundo. La mayoría de las veces, el trayecto no dará chance a mucho y la primera impresión es la que vale; una primera impresión que tendrá mucho éxito si tiene un poco de pluma. Leve, pero definitiva. Basta que recordemos que la mayoría de los taxistas se creen “supermachos” y los que queremos pasarla rico somos nosotros; nada nos cuesta ponernos en plan loquita. Pero con elegancia, las locas cutre, ahuyentan.
Para conversar hay dos temas que no fallan: El tráfico y la profesión de taxista. Siempre salto de una a otra e insisto en recalcar lo interesante de su oficio. A esas alturas, ya podemos darnos cuenta del camino de nuestro esfuerzo. Hay dos alternativas: Te odia y quiere bajarte de su carro, para lo cual usa la indiferencia más absoluta como arma, o hace un buen rato que decidió “ponerte a becerrear”; si ese es el caso, su simpatía te va a dejar encantado. Lo demás, es sencillo, pero pasa por un detalle FUNDAMENTAL: no quites los ojos de su entrepierna, ni cambies la cara de embeleso que te produce el presagio del placer. Míralo “allí” hasta ponerlo nervioso. Si el tipo te hace algún comentario sobre la manera indiscreta de morbosearte el paquete, ¡BINGO! En pocos minutos lo tendrás en tu boca. Si no lo hace, bájate del carro, paga el importe exigido y despídete hasta el próximo.
Creo que para todo lo demás, funciona el sentido común. Recuerda que Venezuela es un país terriblemente inseguro y no te expongas: Nada de callejones oscuros y mucho cuidado con meterlo al apartamento. Prefiere siempre taxistas asociados a una línea conocida y ocúpate de leer la identificación y memorizar el número del taxi y la placa. Un condón a la mano (siempre lo piden y nunca tienen) y mucho dominio del arte de enloquecer a un hombre es mi última recomendación. La mayoría de los taxistas, agradecen el alivio de un buen polvo; es una forma de ser buenos ciudadanos…